Se querría saber cuál es aquel de los dos sexos que tiene más razones de interesarse por el trabajo de la carne en relación con el placer que experimenta al ejercerlo. Se ha dicho siempre que es el femenino. Homero ha hecho surgir una disputa entre Júpiter y Juno; Tiresias, que había sido mujer, dio una sentencia verdadera, pero que hizo reír, porque parece que se hubieran puesto ambos placeres en una balanza. Una razón sumaria ha hecho decir a los prácticos que el placer de la mujer debe ser mayor, puesto que la fiesta se celebra en su propia casa. Y esta razón es muy plausible, porque, con toda comodidad, ella no necesita más que dejarse hacer; pero lo que hace palpable la verdad a un espíritu filosófico es que si la mujer no sintiera más placer que el hombre, la naturaleza no la interesaría en el asunto más que a él. No tendría más necesidad que él ni más órganos; porque, aunque no fuese por esa bolsa que ellas tienen entre el intestino recto y la vejiga, a la que se llama matriz, y que es en absoluto una parte extraña a su cerebro y, en consecuencia, independiente de su razón, sería cierto que se puede concebir la posibilidad del nacimiento del hombre sin que un macho lo haya sembrado, pero jamás sin que un vaso lo haya contenido y reducido al estado de poder resistir al aire antes de salir a la luz.
Ahora bien, es conveniente pensar en que esta matriz, que no tiene más que una salida de comunicación correspondiente a la vagina, se enfurece cuando no se ve ocupada por la materia para la que la naturaleza la ha hecho y la ha colocado en la más decisiva de todas las regiones del cuerpo de la mujer. Hay un instinto que no se detiene en razones. Quiere; y si el individuo en el que reside se opone a su voluntad, se enoja y causa males muy violentos al tirano que o quiere satisfacerlo; el hambre del que es víctima es peor que la canina; si la mujer no le da el alimento que pide por el canal del que es la única dueña, se pone a menudo furioso y llega también a adquirir sobre ella una superioridad a la que ninguna fuerza puede resistir. La amenaza de muerte, la vuelve andrómana como a la duquesa de quien he hablado, a otra duquesa que he conocido en Roma hace veinticinco años, a dos damas venecianas y a otras veinte, que todas juntas me hicieron creer que la matriz era un animal tan imperioso, tan irracional, tan indomable, que una mujer muy cuerda, muy lejos de oponerse a sus caprichos, debía cumplirlos humillándose y sometiéndose mediante un acto virtuoso a la ley a la que Dios la había hecho nacer sujeta. Esta feroz víscera es susceptible, sin embargo, de una economía: no es malvada más que cuando un fanático la irrita; produce convulsiones a ésta, vuelve loca a aquélla, convierte a otra en devota, santa Teresa, santa Agreda, y crea cantidad de Mesalinas, que no son, sin embargo, más desgraciadas que las innumerables que pasan la noche medio dormidas, medio despiertas, teniendo entre sus brazos a San Antonio de Padua y al Niño Jesús. Observemos que estas pobres desdichadas se lo dicen todo al cura cuando se confiesan, o al fraile que dirige su conciencia, y que es muy raro que el sagrado verdugo las desengañe. Tiene miedo a desarraigar la planta al limpiarla.
Tras el examen de todos estos males a los que nosotros los hombres no estamos sujetos, me pregunto si es de presumir que la naturaleza semper sibi consona, siempre justa en sus reacciones y sus compensaciones, no ha dado en partición al sexo femenino un placer igual a los desagradables males que están a él vinculados. Lo que yo puedo afirmar es esto: el placer que he sentido cuando la mujer que he amado me ha hecho feliz fue ciertamente grande, pero sé que yo no lo habría querido si, para procurármelo, hubiese tenido que exponerme al riesgo de quedarme embarazado. La mujer se expone a él incluso después de haber realizado varias veces la experiencia. Ella encuentra, pues, que el placer vale la pena.
Giacomo Casanova
«Histoire de ma vie»
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